Pregunta sobrevuela en Christiania, cuánto tiempo más podrá seguir viva

Ciudad Libre de Christiania, Europa.- El cartel que da la bienvenida al visitante es claro: «Estás saliendo de la Unión Europea». No hay ironía en esa frase pintada a mano, justo antes de atravesar la entrada que separa la Copenhague ordenada de una pequeña república libertaria de colores desvaídos, casas autoconstruidas, pasarelas de madera y humaredas dulzonas que flotan sobre Pusher Street. La micronación de Christiania es un organismo extraño en pleno centro de Europa: ni del todo legal, ni del todo clandestino; ni una comuna hippy, ni un parque temático de la contracultura; ni completamente integrada en el Estado danés, ni completamente ajena. Y, sin embargo, desde hace un tiempo, la pregunta que sobrevuela la ciudad no es si Christiania sigue viva, sino cuánto tiempo más podrá seguir siéndolo.

Fundada en 1971 tras la ocupación de unos barracones militares abandonados, Christiania fue una declaración de principios convertida en urbanismo: sin propiedad privada, sin policía, sin jerarquías. Lo que comenzó como un acto de desobediencia civil terminó convirtiéndose en una comunidad autogestionada que ha sobrevivido a gobiernos conservadores y socialdemócratas, a redadas policiales y campañas de prensa, a la especulación inmobiliaria y al desgaste de sus propias contradicciones. El tiempo no ha pasado en vano, y los más de 800 habitantes que hoy la conforman conviven con una idea convertida en legado, y con un legado cada vez más difícil de sostener.

Uno de los principales ejes de conflicto es, desde hace décadas, la venta y consumo de cannabis. Christiania nunca escondió su relación con esta planta: no solo se fumaba, se vendía y se cultivaba, sino que el cannabis era parte de una cultura alternativa que pretendía oponerse a la medicalización, la violencia y la dependencia del sistema. Pero la tolerancia informal que se mantuvo durante décadas comenzó a resquebrajarse cuando el mercado dejó de estar en manos de los propios vecinos y pasó a ser controlado por bandas organizadas. La zona conocida como Pusher Street, el corazón comercial de la marihuana, se convirtió en territorio disputado. La violencia no tardó en aparecer.

En 2016, un policía fue tiroteado por un vendedor, y la respuesta del Estado fue inmediata: redadas, demoliciones, vigilancia. Desde entonces, la tensión ha ido en aumento. Los propios habitantes han intentado desmantelar los puestos en varias ocasiones, con la esperanza de romper el vínculo con el narcotráfico. Pero la demanda no ha desaparecido, y la oferta ha encontrado siempre la forma de reaparecer. Algunos defienden la legalización total como única salida, otros abogan por cerrar Pusher Street para siempre. Mientras tanto, el pulso entre legalidad y autonomía se juega cada día en unos pocos metros cuadrados.

La aparición del CBD, legal y comercializable, ha introducido un nuevo matiz en la economía y el paisaje de Christiania. En los márgenes de la comunidad han empezado a proliferar tiendas especializadas que no solo venden aceites, cremas y flores con bajo contenido en THC, sino también productos relacionados con el autocultivo, como los focos cultivo GB, muy demandados por quienes optan por producir en casa sus propias plantas de cannabidiol. El CBD se ha convertido en una suerte de puente entre la legalidad y la cultura cannábica alternativa: no coloca, no está penalizado, pero conserva el aura terapéutica y contracultural de su primo más polémico.

Para algunos habitantes, esta expansión del CBD es una oportunidad para desmarcarse del tráfico ilegal, atraer otro tipo de turismo —más adulto, más consciente— y profesionalizar una economía que durante décadas ha vivido en el alambre. Para otros, en cambio, representa el principio del fin: la entrada de una lógica comercial que neutraliza el espíritu rebelde de la comunidad. Un cannabis sin alma, sin militancia, sin historia. Y lo que es peor, un paso hacia la normalización que podría acabar engullendo la singularidad de Christiania en la maquinaria de lo aceptable. En esa delgada línea entre la supervivencia y la cooptación, el CBD —con sus escaparates pulcros y promesas terapéuticas— se ha vuelto el símbolo más ambiguo de esta nueva era.

Pero el cannabis no es la única grieta en la continuidad del proyecto. El entorno urbano ha cambiado radicalmente en los últimos veinte años. Copenhague vive un auge inmobiliario sin precedentes, y Christiania —con sus 34 hectáreas a orillas de los lagos de Christianshavn— es un objeto de deseo para los promotores. La presión no es solo económica: también es simbólica. ¿Cómo justificar, en una ciudad cada vez más orientada al diseño eficiente y al rendimiento, la existencia de un espacio donde no se paga alquiler, donde las casas se construyen sin licencia y donde las decisiones se toman por consenso?

En 2011, tras años de tensiones, se firmó un acuerdo para regularizar parcialmente la situación legal de Christiania. Se creó una fundación colectiva que compró parte del terreno al Estado danés y que ahora gestiona los asuntos legales y fiscales de la comunidad. Fue un intento de blindar la autonomía sin renunciar del todo a la ley. Pero esa solución intermedia ha provocado nuevas fricciones internas. Para algunos, fue una victoria: salvar Christiania a costa de asumir cierta burocracia. Para otros, fue una claudicación: aceptar que la utopía también paga impuestos.

El equilibrio es frágil. El consumo de drogas duras está prohibido dentro de la comunidad, pero los controles son difíciles. La violencia, aunque esporádica, ha dejado cicatrices. Y el turismo masivo —más de medio millón de visitantes al año— ha terminado por transformar el espíritu del lugar. Las tiendas de souvenirs con camisetas de la hoja verde y los grupos de despedidas de soltero no siempre conviven en paz con quienes aún creen que Christiania es un espacio político y no un decorado.

Y, sin embargo, sigue viva. No como un milagro, sino como una decisión diaria de quienes la habitan. En sus calles aún hay talleres de bicicletas, conciertos autogestionados, cooperativas ecológicas, viviendas que no responden a ninguna lógica del mercado. Se imparten clases, se discute en asamblea, se protegen los árboles viejos. Christiania resiste porque se ha convertido en el último rincón de Europa donde la libertad aún se puede ensayar, aunque sea precariamente, aunque sea bajo amenaza constante.

La pregunta no es si va a desaparecer, sino si podrá seguir siendo fiel a sí misma. Cuánto tiempo puede sostenerse una anomalía dentro del sistema sin ser absorbida por él. Cuánto se puede negociar con el Estado sin entregar el alma. Cuánto puede durar una comunidad que fue pensada como antídoto contra el mundo, y que ahora sobrevive dentro de ese mismo mundo que quiso evitar.

Christiania ha demostrado una resistencia admirable. Ha superado embates políticos, crisis internas, incluso traiciones. Pero la utopía también envejece. Y en el horizonte ya no se ve solo la amenaza de la policía o del crimen organizado, sino la más sutil y definitiva: la asimilación. La transformación en postal. En parque temático de la nostalgia. En curiosidad escandinava para Instagram.

¿Cuánta vida le queda a Christiania? La justa para seguir preguntándolo cada día. Porque mientras la pregunta siga abierta, el experimento no estará muerto. Y eso, en estos tiempos, ya es una forma de victoria.

(Ciudad Libre de Christiania, es una micronación, parcialmente gobernada en Europa)

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