En la Universidad Iberoamericana, la obra Ovillo: Mujeres que Bordan la Espera

Coyoacán, Ciudad de México, México, América.- En el foro “El Cardoner” de la IBERO, se presentó Ovillo, una obra que entrelaza las vidas de dos madres y sus hijas, unidas por la espera, el abandono y la memoria. Desde la primera escena, una mujer indígena nos enfrenta con una herida colectiva: nunca aprendió la lengua materna que su madre hablaba. Cuando pregunta por qué, la madre recuerda cómo, al llegar a la Ciudad, la hicieron callar. La discriminación la obligó a borrar su idioma para poder sobrevivir. Pero la hija, en un acto de reivindicación, promete recuperar esa voz perdida: “Juntas vamos a taparle la boca al silencio”.

Después, el público conoce a las “hormigas”: mujeres bordadoras que sobreviven en un pueblo vacío de hombres. Entre ellas están Carmen y Martina. Carmen vive aferrada a una llamada que no llega: la de su hijo Tito, desaparecido al cruzar la frontera. Martina, su hija, manda papalotes con su nombre, intentando que el viento lo traiga de vuelta. Su historia se entrelaza con la de Doña Meche y Rosa, madre e hija abandonadas hace quince años por José, el padre que reaparece desde el otro lado solo para financiar unos quince años que nadie pidió.

Las mujeres hacen todo en el pueblo. Cuando no hay hombres, se las tienen que arreglar solas. Se hacen llamar hormigas porque viven en un agujero, porque trabajan sin descanso y sostienen todo lo que queda. Saben bordar desde niñas, las casan a los quince y son madres a los diecisiete. La gente del pueblo se va porque, si se queda, se muere de hambre. Pero las mujeres no pueden irse: deben cuidar la tierra, las casas y los recuerdos. Los que se van se vuelven fantasmas, que llaman solo cuando se sienten solos. El hermano de Martina es uno de esos fantasmas: cruzó la frontera y ella nunca lo conoció. Para que un fantasma regrese —dice Carmen— hay que rezar.

Las mujeres del pueblo tejen, rezan, cocinan, esperan. En un mundo donde los hombres parten en busca de dinero y las mujeres sostienen la vida, la espera se convierte en condena. “Una mujer que espera no es mujer, es santa; una mujer que espera también sueña; una mujer que espera también quiere sentirse mujer”, se escucha en una de las escenas más potentes. La obra retrata con crudeza y poesía la soledad heredada, la pobreza que empuja y la dignidad que resiste.

El final, sin embargo, no se entrega a la tristeza. La fiesta de quince años de Rosa estalla en música, colores y baile. El público se levanta, brinda y celebra junto a las actrices. En esa comunión, Ovillo logra su punto más alto: convertir el dolor en celebración, la pérdida en memoria, la espera en un canto colectivo. Como las hormigas que viven bajo tierra, pero nunca dejan de moverse, estas mujeres nos recuerdan que la resistencia también se borda, hilo por hilo, en el silencio.

Comparte esta noticia

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *